Buenos días, palinuros y atlántidas. Les supongo siguiendo, entre interesados y sorprendidos, el triunfo avasallador del movimiento talibán en Afganistán y el dolor de llanto y crujir de dientes entre las potencias occidentales que invadieron el país en 2001, so pretexto de que los talibanes (estudiantes, en lengua pastún, etnia mayoritaria en el país centroasiático) daban cobijo a los terroristas que habían destruido las Torres Gemelas. Un pretexto, simplemente, pues, como recordarán, los terroristas eran todos sauditas, más un egipcio, y no hubo, ni nunca había habido afgano alguno, ni el gobierno talibán había tenido nada que ver con los atentados. Según parece, la invasión de Afganistán ya estaba planificada, no por ningún motivo terrorista, sino por la relevancia geopolítica del país, para acentuar el cerco sobre Rusia y servir de punta de lanza contra China, asentando el poder militar de EE.UU. en Asia Central, algo que ni siquiera el Imperio Británico, en su máximo esplendor, había podido lograr (para más información lamento tener que remitirlos a mi libro sobre política y geopolítica).
La invasión, que se creía fácil (vicio antiguo el de los grandes poderes, de creer fácil lo que ven débil y atrasado), se convirtió en la guerra más larga de EE.UU. y una de las más largas de los últimos cuatro siglos. Resultó notorio, a los pocos años, que aquella guerra no la ganaría la OTAN. Porque, sabios palinuros, sagaces atlántidas, aunque disfrazada de “coalición internacional”, la invasión de Afganistán fue perpetrada por la OTAN, con EE.UU. aportando el 60% de soldados y el resto los europeos. Los países-florero que participaron nominalmente era para darle barniz mundial a la invasión atlantista. No la iban a ganar por la sencilla razón de que una mayoría abrumadora de afganos repudiaba la ocupación militar, y la combatía.
Le salió, a la OTAN y más a EE.UU., el tiro por la culata y el culete. En 2014 retiraron casi -casi- todas sus tropas, pero la guerra siguió, siguió siguiendo -perdónenme la redundancia y la lactancia (no tienen nada que ver la una con la otra, pero riman)- los pasos de Vietnam, ¿recuerdan? Allí EE.UU. dijo que se retiraba del combate y que pasaba esa responsabilidad al ejército survietnamita, en lo que calificaron de “vietnamización” de la guerra. Lo que siguió a continuación ya saben cómo terminó y es parte gloriosa de la historia del siglo XX. A partir de 2014 decidieron “afganizar” la guerra, con tanto éxito que, ya ven, han terminado como en Vietnam, saliendo en estampida en helicópteros y aviones. Para los afganos antitalibanes, el drama. Como país mediterráneo, no había lanchas ni barcas para echarse a ningún mar, buscando los buques de la Marina estadounidense. Ya saben ustedes, pandectas, que mal paga el diablo a quien bien le sirve.
¿Qué pasará? Me pongo en plan augur y digo que no gran cosa. Estos talibanes no son los de 2001 y, es de esperar, habrán aprendido que, si no desean otros veinte años de guerra civil, necesitan vecinos neutrales e, idealmente, amistosos. Rusia, China e Irán llevan meses negociando con ellos. Una misión talibana fue recibida con honores hace meses en Moscú. China, con más discreción, ha hecho lo mismo y otro tanto los iraníes. Así que, es un suponer, no sería sorpresa que, de la recién convocada reunión del Consejo de Seguridad, salgo el futuro status quo de Afganistán, sobre la base de erradicar la presencia de EE.UU. de Asia Central, de una vez y para siempre. No olviden, atlántidas y palinuros, que los tres grandes protagonistas de la transición afgana, serán Rusia, China e Irán, tres países aliados, con innumerables lazos e intereses políticos, geoestratégicos, comerciales y energéticos. También Paquistán, pero, como aliado total de China, actuará amicalmente en el nuevo escenario.
Termino en plan erudito y Heródoto. Escribió Clausewitz, en su celebérrima obra De la guerra, que hay “tres cosas que, como tres objetos generales, incluyen todo lo demás: son las fuerzas militares, el territorio y la voluntad del enemigo. Las fuerzas militares tienen que ser destruidas, es decir, deben ser situadas en un estado tal que no puedan continuar la lucha. Aprovechamos la ocasión para aclarar que la expresión «destrucción de las fuerzas militares del enemigo» debe ser siempre interpretada únicamente en este sentido. El territorio debe ser conquistado, porque de un país pueden extraerse siempre nuevas fuerzas militares. Pero, a pesar de que se hayan producido estas dos cosas, la guerra, es decir, la tensión hostil y el efecto de las fuerzas hostiles, no puede considerarse como finalizada hasta que la voluntad del enemigo no haya sido sometida.”
En Afganistán -como antes en Vietnam y en Iraq- EE.UU. no pudo destruir las fuerzas militares del enemigo; tampoco pudo ocupar su territorio y, menos aún, vencer su voluntad de combatir.
Momento es, también, de recordar a mi admirado, vituperado y vilipendiado Maximilien Robespierre. En el auge y euforia de la revolución francesa, muchos líderes revolucionarios propugnaban por expandir, manu militari, las ideas revolucionarias. Frente a quienes sostenían tal idea se alzó Robespierre, con un alegato imborrable: “La idea más extravagante que puede nacer en la cabeza de un político es creer que es suficiente que un pueblo entre a mano armada en un pueblo extranjero para hacerle adoptar sus leyes y su constitución. Nadie quiere a los misioneros armados. Y el primer consejo que dan la naturaleza y la prudencia es rechazarlos como enemigos”.
Ya lo saben, palinuros y atlántidas, los misioneros a sus misiones, sin más arma que la palabra o -mejor- la muda sabiduría.
Saludos desde Kabul.
Escrito por: Augusto Zamora R. / 17.08.2021
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