Tras sangrienta campaña de once años, Venezuela consagra su independencia el 24 de junio de 1821 en la batalla de Carabobo. Esta batalla no termina todavía; culmina una resistencia de tres siglos y abre otra que llega hasta nuestros días. La independencia ni se pierde ni se gana para siempre.
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Todavía después de Carabobo tuvo la joven República que luchar denodadamente tres años hasta expulsar a los realistas de su último enclave en Puerto Cabello, y comprometer a fondo sus desgastadas fuerzas para culminar la independencia de la América del Sur en 1824 en la batalla de Ayacucho. Arrancó desde entonces la más mortífera y prolongada campaña contra nuestra independencia, tanto más destructiva en la medida en que sus enemigos se fingían aliados, atacaban por la espalda, sus campos de batalla eran los conciliábulos conspirativos y sus armas la claudicación y la traición.
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Con pueblos vasallos no hay independencia: la primera campaña de la Antipatria se libró contra los avances sociales de la República. La liberación de los esclavos, iniciada por Bolívar en 1814, para quienes se unieran a las filas patriotas y numerosas veces ratificada en sus constituciones y decretos, fue postergada y por momentos revertida. Apenas en 1854 sanciona José Gregorio Monagas la Ley de Libertad para los esclavos, que obsequia pesada indemnización a los propietarios y no acuerda a los nuevos ciudadanos ningún apoyo para desenvolverse como hombres libres. Por lo cual la mayoría de ellos termina como peones de sus antiguos amos, esclavizados por las deudas de las “tiendas de raya” de los latifundios, pues no es más que esclavitud la condición de quien trabaja sólo por la subsistencia o por menos que ella. Desde entonces sostiene la Antipatria la inconmovible posición de que todo sacrificio debe recaer sobre los desposeídos.
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En la Ley de Repartición de Bienes Nacionales de 10 de octubre de 1817, Bolívar dispone la entrega a los soldados patriotas de los bienes y latifundios expropiados masivamente a los realistas. Esta medida revolucionaria fue burlada con la estafa histórica de la emisión de títulos transferibles que sólo eran cambiados por tierras después de que sus beneficiarios los vendían por miserias a la nueva oligarquía de la Antipatria. Así se consolidó una novedosa casta terrateniente, todavía más avariciosa y explotadora que la de los antiguos blancos peninsulares.
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En el Tratado de Paz y reconocimiento firmado en Madrid el 30 de marzo de 1845, veinticuatro años después de Carabobo, el artículo 5 dispone: “La República de Venezuela, animada de sentimientos de justicia y equidad, reconoce espontáneamente como deuda nacional consolidable la suma a que ascienda la deuda de Tesorería del Gobierno español que conste registrada en los libros de cuenta y razón de las Tesorerías de la antigua Capitanía General de Venezuela”. Vale decir, asume como propia la deuda del enemigo. El artículo 6 pauta que todos los bienes legítimamente confiscados por Venezuela “serán inmediatamente restituidos a sus antiguos dueños o a sus herederos o legítimos representantes”, como si España hubiera ganado la guerra. El artículo 3 consiente en la absoluta impunidad al disponer que “habrá total olvido de lo pasado y una amnistía general y completa para todos los ciudadanos de la República de Venezuela, y los españoles, sin excepción alguna”, disposición que solo beneficia a estos últimos, pues ningún patriota habitaba para entonces en España. Cuando el pueblo batalla celebro, pues su valor lo hace invencible; cuando sus representantes negocian con el adversario, tiemblo, pues su adulancia garantiza la derrota.
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Durante la colonia, capitanes generales y virreyes enviaban las sentencias de nuestros tribunales a la metrópoli para que ésta las confirmara o corrigiera. Denodadamente defendió Bolívar, en el campo de batalla y en el de la diplomacia, la inmunidad de jurisdicción, el irrenunciable atributo de la soberanía de decidir con leyes y tribunales propios las cuestiones de interés público interno. Por ello sostuvo irreductible contra el agente estadounidense Irvine el decomiso de las goletas Tiger y Liberty, que contrabandeaban armas para los realistas. Mientras Bolívar y su ejército arriesgaban la vida en la campaña del Sur, no tardaron los paniaguados de la Antipatria en devolver a los estadounidenses sus instrumentos del crimen. Desde entonces, todo enemigo de la soberanía y por tanto de Venezuela intenta encarnizadamente someter los fallos de nuestros tribunales a los de cortes u órganos jurisdiccionales extranjeros. Por esa vía perdimos la Guayana Esequiba.
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Los triunfos de Carabobo y Ayacucho costaron no sólo sangre, también ruinosas deudas para comprar armas. El manejo de los empréstitos suscitó graves desacuerdos entre Bolívar, el ministro Zea y el vicepresidente Francisco de Paula Santander, así como la conspiración que culminaría en el fallido intento de magnicidio del 25 de septiembre de 1828. Los políticos se apoderaron de los montos prestados mediante descuentos exorbitantes, pagos de acreencias ficticias, importaciones de equipos inútiles o gastos innecesarios, al extremo de que al separarse de la Gran Colombia, la recién nacida Venezuela acumulaba una impagable deuda externa de 1.888.295,15 libras esterlinas. La prolongada falta de cancelaciones de interés y capital llevó a que en 1840 se reconociera un débito por el doble de dicha suma. Avariciosa con los nacionales, la Antipatria ignora límites al entregarse a los extranjeros.
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El aprovechado naviero estadounidense John B Elbers obtiene del complaciente Consejo de Ministros de Bogotá el monopolio por 21 años de la navegación del Magdalena, la principal arteria fluvial del transporte y el comercio de Colombia. Bolívar, que se encontraba en Guayaquil fundando la primera Escuela Náutica de la Gran Colombia, al enterarse revocó en forma terminante la concesión. Feroz contra los compatriotas, la Antipatria sistemáticamente otorga al extranjero los privilegios que niega a los nacionales.
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Carabobo vive, la lucha sigue.
Fuente: Luis Brito García, escritor, historiador, ensayista y dramaturgo venezolano.
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