El 27 y 28 de febrero el pueblo soltó la furia contenida durante décadas. Innecesario hacer una relación de lo acontecido, a pesar de que hay quienes subestiman los hechos presentándolos como un «trágico episodio de vandalismo colectivo», ocultando su verdadero significado, tergiversando nuestra memoria histórica.
Observé de cerca a un pueblo enardecido, con todas sus potencialidades subversivas, en rebelión desorganizada e instintiva contra la propiedad privada y el lucro; volcando su desesperada indignación en una explosión de violencia sin precedentes en la historia de Venezuela. Recuerdo, por ejemplo, a un Antonio Ledezma, para entonces gobernador del Distrito Federal, pálido, desconcertado e iracundo, pidiendo reprimir y mantener el orden a toda costa. A mí me ordenó, como oficial de policía: “salgan a defender a sangre y fuego lo que nos ha costado tanto construir…”. El me preguntaba: “…recuerda lo que decía Rómulo Betancourt, dispare primero y averigüe después, eso es lo que tienen que hacer…”. Todos recordarán el soponcio de Alejandro Izaguirre, Ministro de Carlos Andrés Pérez (CAP) para la época, frente a las cámaras en cadena nacional, mientras afirmaba que la situación era de absoluta calma.
Comenzaba la agonía de la democracia representativa en franca decadencia rematada con las rebeliones cívico-militares del 4 de febrero y el 27 de noviembre del año 92 y certificada por la victoria electoral del presidente Chávez en 1998, que abrió el camino para la democracia participativa. Tres mil muertos calculan diversas organizaciones de derechos humanos desmintiendo las cifras oficiales en menos de 300. Duro, doloroso y costo pagamos como pueblo por una justa rebelión contra el paquete neoliberal del FMI implementado por CAP.
Sin embargo, el sistema de explotación y dominio no se vio amenazado esencialmente. Fue una insurrección, si, pero a la que le faltaban cualidades revolucionarias: a.- Objetivos, aliados y enemigos claramente definidos; b.- Partido como vanguardia organizada y; c.-Respaldo armado. Ignorábamos que CAP y la partidocracia eran sólo instrumentos de la clase oligárquica y el imperialismo. Al llamado caracazo siguió el período de mayor convulsión y descontento popular del siglo XX en Venezuela. Esas batallas callejeras, esa consecuente protesta, nos fueron definiendo el camino. El desmoronamiento de la democracia representativa y sus adalides fue tal que, incluso, importantes sectores de sus aparatos coercitivos (cuerpos policiales y fuerzas armadas) se convirtieron en un factor conspirativo e insurreccional que terminó como referente político del sentimiento de cambio acumulado. En los aparatos policiales, hubo quienes nos negamos rotundamente, en complicadas condiciones de acoso, a asesinar a compatriotas inermes que solo reclamaban sus derechos.
La subversión social se fue transformando en subversión política, para expresarlo con una frase del Dr. Luis Damiani, actual Rector de la Universidad Bolivariana. La conciencia revolucionaria la determina la lucha cotidiana, el enfrentamiento con el enemigo y no las teorías o elucubraciones políticas,. “El ser social determinó la conciencia social”, como dicen los marxistas. Cuenta mucho en este proceso de comprensión política colectiva, sin duda, valorar el formidable y carismático liderazgo del comandante Chávez, suerte de catalizador y, a la vez, intérprete como ninguno del sentimiento popular. Como dijéramos en el Prólogo del libro de Luís Bilbao, Teoría y práctica del partido revolucionario: “Vivimos tiempos de convulsión social y política partera de cambios y transformaciones. Históricamente se puede demostrar que es en momentos como éste en los que los pueblos han evidenciado las carencias y debilidades ante la ausencia de organizaciones políticas y populares sólidas, unidas y claras para acompañar el salto cualitativo de las masas en su espontaneidad creadora y su madurez, cuando están listas para el salto revolucionario… “
Los que insurgimos en el año 1992 para emprender este proceso antiimperialista, que indefectiblemente nos conduce al Socialismo Bolivariano en el Siglo XXI, lo hicimos ante una patria espoleada, en franca decadencia y debacle social, económica y política. Con un pueblo disperso, sin organización social y política de vanguardia que condujera procesos de transformación. Los hechos del 27 de febrero al 5 de marzo de 1989 fueron una dramática campanada popular y experiencia. Sin embargo, pese a todo lo acontecido, tan grande para nuestros corazones y cerebros, quedan muchas batallas por dar. Esa potencia insurreccional inconsciente del 27 de febrero aún existe, en tanto no hemos ganado la batalla final, debemos organizar, encauzar y fortalecer esa fuerza trasformadora del pueblo. Persiste un enemigo poderoso que cobra fuerza con cada error o vacilación que cometemos.
El partido, como vanguardia organizada, debe redoblar esfuerzos para generar procesos formativos que afinen y sigan clarificando la conciencia popular. Y los gobernantes, obligados a profundizar la acción de gobierno, manteniendo y profundizando las conquistas sociales.
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